TAREA 6: Aceptar. El día que cargue su féretro.


Durante 13 días mi hermano estuvo aferrado a la vida, manteniendo en nosotros el derecho a ilusionarnos con volverlo a ver cantando en la casa, como si esto hubiera sido solo un mal sueño. Estos días nos dieron la oportunidad de digerir esta nueva vida en “cómodas cuotas”, e ir entendiendo que, si su regreso era posible, nunca más podría ser el mismo.

Estoy seguro que finalmente él tomó la decisión correcta. Sin embargo, una cosa es saberlo en una Unidad de Cuidado Intensivo y otra muy diferente la de entenderlo muerto.

A mis quince años, y después de dos semanas enloquecedoras, me encontraba en la entrada de una sala de velación dando la “bienvenida a los invitados” y recibiendo sus condolencias. Nunca he sido amigo de las ceremonias sociales, no sé por qué extraña razón me incomodan y me invitan a romper el protocolo de una u otra manera. Y si esta sentencia es real ahora, con mayor razón en aquel momento de adolescente. Si uno pudiera priorizar, en orden de importancia, cuál de todos los eventos sociales es el más incómodo, no dudo que la velación estaría peleando los primeros lugares. Por mi parte, siendo el hermano del difunto, procuraba comportarme a la altura de las circunstancias mientras aprovechaba pequeños espacios para buscar compañía e irme a charlar con los amigos que llegaban para darme ánimo.

Sin embargo; algo cambió 5 minutos antes de entrar a la iglesia para dar inicio a la misa de velación. Era el único hermano y se me había elegido para cargar una de las manijas del ataúd y así, acompañar su cuerpo desde la sala hasta el altar.

Aceptando esta honrosa y obvia designación, me apresuré a tomar la manija delantera izquierda… Y entonces, la realidad me golpeó con un mazo de hierro en toda la frente, y me rompió el alma en mil pedazos. Durante 13 días mi atención se había centrado en acompañar a mis padres, recibir visitas y estar pendiente de cualquier acción en la que pudiera ser útil. Lloré la primera noche cuando entré a la Unidad de Cuidados Intensivos a verlo, y después no volví a soltar lágrimas hasta ese instante.

El camino hacia el altar me pareció la entrada al infierno mientras caminaba por llamas encendidas. Un dolor profundo, el más grande que haya experimentado, se apoderó de toda mi existencia. Lloraba inconsolablemente, lloraba por los 13 días anteriores y todos los días que estaban por venir. Caminaba solo porque había 5 personas a mi lado (una en cada manija) indicando el camino y marchando con determinación.

Solté el ataúd y seguí llorando, me senté en la primera fila, y seguí llorando… por fin había entendido una cosa. En ese momento todo era absolutamente claro: MI HERMANO HABÍA MUERTO.

He decidido narrar este momento de una manera detallada y cruda por una sola razón. Ese instante, en mi proceso de duelo, fue quizás, el más importante de todos; cuando entendí qué era lo que había pasado. La imagen de cargar su ataúd fue suficientemente clara para mí; no había apertura a discusión.

Un mes después, junto a Margarita (su novia), sus hermanos y algunos amigos, nos fuimos una tarde al cementerio a visitar su tumba. Nos reunimos alrededor de su lápida y comenzamos a contar historias de nuestra vida junto a él. Lo recordamos juntos, con la intensidad necesaria pero también, con la alegría juvenil acorde a nuestra edad. Permanecimos ahí toda la tarde hasta que se hizo noche; no nos dimos cuenta que habían cerrado el cementerio. Fue un momento intenso, pero de ninguna manera puedo decir que triste… si nostálgico, pero sentir a sus amigos y a mis amigos ahí, recordándolo y riéndonos de todos los grandes momentos que nos dejó, generó una inmensa paz en mí.

Que quiero expresar con estas dos anécdotas: 1. Es importante entender y aceptar la muerte de nuestro ser querido y aprender a nombrarla sin protocolos y palabras de matiz (el día que sucedió lo que sucedió… cuando se fue… cuando pasó lo que pasó). Saber que murió y asumir este hecho con el dolor natural que significa su ausencia en nuestras vidas. Llorar, rabiar y finalmente entenderlo muerto. 2. Una vez lo sabes, ahora es fundamental aprender a comunicarlo con la claridad y la naturalidad que la muerte exige. Una vez más nos acercamos a las palabras que utilizamos para honrar su memoria. Podemos decir que estamos avanzando en nuestro proceso de duelo, si, y sólo si, somos capaces de hablar de su vida y de su muerte. Si desarrollamos la habilidad para recordarlo; seguramente inicialmente en medio de lágrimas, pero posteriormente, tal vez también, entrelazadas con sonrisas.

La oportunidad de acercarme una tarde, con mis amigos, a sentarme junto a su tumba para reírme con él; es sin duda una ceremonia que valió la pena. Fue entender esta nueva realidad, en medio de la crudeza de la imagen de su nombre escrito en una lápida; pero al mismo tiempo, saber que la vida continua; no en medio del esfuerzo por olvidar sino del acto de recordarlo a través del amor y la pasión por la vida… tal como Hugo Alejandro vivió su vida; con intensa pasión.

Me decía con frecuencia: “July, debes aprender a hacer de todo… la vida se pasa en un segundo y entonces, debemos hacerlo todo, vivirlo todo”. Poder contar su vida y su muerte, es poder tenerlo presente, en compañía, en sociedad y; supongo también, de su tranquilidad al saberme vivo y feliz.

Julián
Castelblanco

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