EXPRESAR, ES DECIRLE SÍ A LA VIDA… Por: Beatriz López

EXPRESAR, ES DECIRLE SÍ A LA VIDA… 

Por: Beatriz López
Chatalopez2@hotmail.com

Queridos amigos y amigas

            Han pasado los años y mi nuevo sentido de vida me obliga a devolverme en el tiempo y adentrarme en mi corazón para rememorar los momentos más duros y oscuros que he vivido.  Algunas personas preferirían no recordar sus propias pesadillas para evitar sentir el vacío que siempre viene acompañado de un dolor inmenso. Pero hoy siento que recordar significa demostrarle a mi hijo Hugo Alejandro cuánto representa su vida en la mía y que por dolorosos que hayan sido esos tiempos, puedo agradecer su permanencia en mi, que me invita a acercarme y empatizar con el dolor de otros padres que han perdido a sus hijos.

Esta ha sido una respuesta a mis primeras preguntas: ¿Por qué y Para qué vino a nuestra vida Hugo Alejandro?  Sin duda; para llenarnos de felicidad, sembrar el amor por donde quiera que pasó y luego irse, dejándonos un gran legado. He logrado hacer esta reflexión, con el paso de los años y siento que es el resultado de una búsqueda encaminada a menguar el dolor inmenso de su ausencia. Ese instante en que él estaba y enseguida ya no estaba…, significó un “antes” de él en mi vida e inició un “después” de él.

¿Qué voy ha hacer sin él?, ¿cómo podré vivir sin su presencia? ¡Por Dios, Señor, ¡bájate de esa cruz y llena ese vacío que deja la ausencia del hijo en mi corazón…! Estas eran las palabras en el instante en que nos avisaron que no había nada que hacer y que moriría en cualquier momento, yo no sabía si debía gritar, reclamar, maldecir a los que nos habían causado ese gran daño; solo podía llorar y llorar y llorar, desesperadamente… Eran muchas emociones teñidas de desolación, impotencia, esperanza, súplica, rabia. ¿Qué hago, por Dios?,

Soy una persona que busca soluciones a todo. En consecuencia, lo primero que hice fue llamar a mis amigos buscando ayuda y hombros para llorar, ¡No quiero estar sola, necesito que me escuchen y oren conmigo para alcanzar la voz de Dios que se ha mostrado silencioso!

Afortunadamente mis lágrimas brotaban a montones, no me importaba la gente que me observaba, debía “lavar” mi dolor y esas lágrimas consolaban a mi corazón, permitiéndome un poco de calma para continuar la vida.

Los 13 días del coma de mi hijo, transcurrieron entre lágrimas, ruegos, rosarios, misas, abrazos, compañía, ir y venir con esperanzas, reflexiones y decisiones tales como pedirle a Dios que me lo dejara, solo si iba a seguir viviendo sin limitaciones que le impidieran llevar una vida digna. Entonces, mi amor de madre lo dejó libre para que él tomara su decisión definitiva: vivir o morir. Yo me las arreglaría para comprender, aceptar y adaptarme a una nueva vida.

No fue nada fácil. La muerte de un hijo es la mutilación de un trozo de vida que poco a poco hay que reconstruir. Gracias a Dios nuestra humanidad, si bien tiene múltiples necesidades, tiene también las soluciones. Solo se requiere tomar consciencia de ellas y permitirles que actúen en nosotros para llenar los vacíos y alimentar nuestra esperanza.

Yo necesitaba gritar y grité, llorar y lloré, contar lo sucedido cada vez que alguien me escuchaba las veces que fueran necesarias. No me importaba si me tildaban de loca o me compadecían. ¡La vida no me importaba en esos momentos, había dejado de tener sentido…! Sin embargo, debía continuar. No sabía cómo, pero sentía que debía obligarme a hacerlo. Creo, era simple supervivencia.

El coincidir con el dolor de otra madre que también había perdido a su hijo, junto al mío, fue una gran ventaja. Podíamos llorar juntas, hablar de ellos sin pretensiones, abrazarnos y consolarnos. El hecho de saber que había otra madre que estaba experimentando mi mismo dolor, me invitaba a empatizar con ella para que de manera mutua alivianáramos nuestras cargas. Lo cierto fue que acompañarnos, fue un regalo de la vida para que pudiéramos mitigar nuestro dolor.

Decidimos, unir nuestras penas y decirle “sí a la vida”. Si ella decaía, yo la levantaba y así mismo ella estaba presta a ofrecerme su hombro. Tenemos el regalo de la resiliencia, Este es un valor agregado a nuestra humanidad, para que podamos afrontar la vida tal como es.

No sé qué hubiera sido de mi, sin las lágrimas, las amo mucho, porque por medio de ellas pude expresar mis momentos de plenitud o de dolor. Así como lloré de felicidad por su nacimiento, así lloré de dolor por su ausencia física. Ahora, después de 30 años, lloro de nostalgia al imaginar cómo sería verlo llegar a mi, con sus arrugas, sus canas y su hermosa vida. En ocasiones también me lleno de añoranza, cuando siento sus “pataditas en mi corazón” que me invitan a consolar a otra madre que sufre.

¡Gracias Dios por regalarme las lágrimas para mostrar mi dolor al mundo y para acompañar a llorar a mis hermanos del alma…!

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